Fragmento
—Vayamos —dijo al fin, encaminando sus pasos
hacia la taberna.
Cuando atravesaron la puerta, todos los rostros
se volvieron hacia ellos, y poco a poco se hizo
un tenso silencio. Sin duda, nadie de tan
elevado rango había entrado nunca en aquel nido
de tahúres.
De entre los parroquianos que se reunían
alrededor de una mesa y un mazo de naipes, un
truhán desvergonzado levantó la voz para que se
le oyera bien en toda la taberna.
—¿Acaso se os ha perdido algo en esta cueva de
ladrones, señor? —preguntó con una sonrisa
pícara— ¿O es que ha llegado hasta vuestros
oídos el buen hacer de nuestras prostitutas y
venís en busca de sus favores?
Una risotada general estalló en la taberna.
Pero el príncipe no se amilanó por ello. Aquél
debía de ser el gracioso del lugar, y lógico
era que cada una de sus bellaquerías fuera
contestada con el jolgorio de todos los
parroquianos.
Cuando se acallaron las risas, el príncipe, sin
perder la compostura, respondió:
—De lo que se habla en palacio es de un rufián
deslenguado que mortifica y lleva a maltraer a
las mujeres del oficio en este barrio, que ya
no dan abasto para calmarlo en sus ardores. Y
alguien ahí afuera me ha indicado que se
trataba de vos.
La ocurrencia del príncipe fue recibida con
otra ruidosa algazara de los parroquianos de la
taberna, y con una sonrisa de aceptación por
parte del truhán que había pretendido
ridiculizarle. Ciertamente, no esperaba tal
desparpajo en el joven príncipe.
—Entonces, ¿qué buscáis aquí, señor, entre
vuestros fieles vasallos? —preguntó de nuevo el
tahúr en tono más conciliador.
—Busco a alguien que me dé respuesta a una
cuestión que me preocupa —respondió el príncipe
apartando a un lado su dignidad real—. Quizás
vos podríais ser el que me diera esa
respuesta.
—Si mi joven príncipe cree que puede obtener
algo valioso de mí, plantee sin más tardanza su
cuestión —respondió el truhán con un ligero
toque de ironía en la voz.
El príncipe le miró fijamente y le
preguntó:
—¿Cuál es para vos la esencia de la
verdad?
El truhán se quedó observando al príncipe en
silencio, ocultando sus pensamientos detrás de
su media sonrisa de pícaro. Al cabo de unos
instantes, recuperando su papel de tahúr
burlón, respondió en tono
despectivo:
—La verdad para mí no existe.
Y las risas se mezclaron con los murmullos, y
los murmullos crecieron hasta convertirse en
algarabía, la música propia de la
taberna.
El príncipe le dio las gracias al truhán por su
jocosa sinceridad con un ligero movimiento de
cabeza, y abandonó la taberna sin más dilación;
no eran aquéllas horas ni calles para andarlas
un príncipe sin escolta, por mucho que el
pueblo amara a su monarca y a sus
vástagos.
|